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domingo, 25 de julio de 2010

"...ESE MUNDO TAL COMO EXISTE EN MI MEMORIA..."

El poeta rosarino Osvaldo Aguirre vivió su infancia en nuestra ciudad. Por su relato, vivíamos muy cerca y realmente leerlo me remontó a mi propia infancia, con actores conocidos, con lugares inolvidables que perdurarán por siempre en mi recuerdo.
Comparto con ustedes lo escrito por este poeta. En realidad fue descubierto por Federico Suppo pero no creo que ninguno de los dos tenga inconveniente en que puedan disfrutarlo...


Calle 46 número 1081
Un ayuda memoria


La primera imagen del mundo exterior fue una mansión embrujada. Estaba en la esquina de mi casa, y yo tenía que pasar por la vereda cada mañana, cuando iba a la escuela. Era una construcción vieja y de techos altos, diferente de las del resto de la cuadra. La mujer que la ocupaba hacía tareas de costura, arreglaba ropa, cambiaba cierres. ¿Cómo se llamaba? No sé. La modista, así le decíamos.
Era viuda y tenía un hijo; un vago, según mi madre, ya que se pasaba el día jugando a las cartas en el buffet del Círculo Italiano, el club donde yo practicaba básquet. Parecía un tipo extraño, pero tal vez sólo porque iba y venía, en general por la noche, sin saludar, abstraído en sus pensamientos. Recuerdo que se peinaba con fijador y fumaba.
Mi madre le llevaba trabajo a la modista y solía pararse a charlar con ella, aunque no mucho tiempo, cuando iba de compras al mercado Vero-Car, a la vuelta de casa, o más allá, a la carnicería de Susana, a una cuadra de distancia. ¿Irma, se llamaba? Se me ocurre, no estoy seguro. Al menos un par de veces acompañé a mi madre, pero casi me quedé parado en el marco de la puerta: las maderas del piso crujían, estaban rotas, parecían hundirse cuando uno pisaba. No había otros muebles que una mesa y unas sillas; una sola luz iluminaba ese ambiente y dejaba el resto, los rincones y los techos imprecisos de la habitación, en sombras. El miedo que me daba el caserón se extendía a la figura de la modista, sobre todo cuando la veía al caer la tarde, caminando cabizbaja y apurada, de negro, hacia ese horrible lugar.
De ahí había que seguir dos cuadras, por veredas arboladas y anchas, para llegar al “jardín zoológico”, como se decía. La distancia parecía enorme, porque cada casa y cada persona que uno cruzaba en el camino tenía su pequeña historia. En aquella época yo podía tardar mucho en hacer esas dos cuadras, y ahora voy demasiado rápido. Es que esta zona se me vuelve borrosa, por más que me concentro sólo rescato el frente del mercado donde hacíamos las compras, la casa de los dueños de ese negocio y, ya en la esquina, lo de Bianucci y enfrente la casa de Silvina Vila, una de las chicas más hermosas del mundo. Cierro los ojos y aparece, difuso, el frente de una casa, con un patio adelante, arbustos, quizá ligustrinas. Estoy seguro de haber estado allí, pero, ¿por qué?, ¿quién vivía en esa casa?


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