Conocimos a la propia Carmen en Mar del Plata y escuchar su relato fue impresionante.
Los invito a compartir esta experiencia maravillosa.
Oh! Carmen
En el año 2003 sale un cargo de Maestra Integradora en la Escuela Primaria de un pequeño pueblo a 50Km del mío, en medio de la Pampa Deprimida del Salado. Era la oportunidad que esperaba pues aunque debía viajar todos los días, no había tenido hasta el momento más que pequeñas suplencias; de modo que lo tomé y conservé por tres años consecutivos.Encontré una matrícula de doce niños, distribuidos entre 1º y 6º año, de quienes poco y nada se sabía pues la atención anterior a mí había sido esporádica o nula.Todo parecía poder desenvolverse según lo aprendido, sin embargo, un alumno de 5º año me puso enfrente del primer gran desafío de mi carrera. Javi, sufría una patología conocida como el “Mal de Asperger”, una variedad de autismo caracterizada fundamentalmente porque quien la padece desarrolla un nivel intelectual superior al normal. ¿Qué sabía yo, casi recién recibida, para acompañar a este niño en su proceso de aprendizaje?De los libros, saqué información sobre la enfermedad, pues necesitaba saber cuestiones específicas; nada había aportado la escuela a su legajo, solo había allí un informe, muy completo, del Jardín de Infantes, pero habían pasado varios años…Sus docentes me ofrecieron algunos datos sobre su comportamiento en clase, que pronto pude comprobar, escribía largas frases sin separar las palabras, aunque totalmente coherentes y pertinentes; codificaba los resultados de cuentas y ejercicios de modo que sólo él podía saber lo que allí decía. Como tenía una extrema facilidad para resolver problemas, la maestra de matemáticas, a quien Javier apodaba “ +-1”, lo tenía resolviendo acertijos y descifrando más y más códigos.Al principio nuestra relación fue algo fría, no tanto por su dificultad para abrirse, sino porque yo no sabía cómo acercarme. En el aula, Javi se mantenía sentado por intervalos cortos, siempre mirando hacia abajo pero con una especie de atención flotante que le permitía entrar a la clase cuando él lo quería. Cuando deambulaba, hablaba en voz alta y, de la misma forma, interrumpía a los otros para dar la respuesta correcta o acotar algo sobre lo que se estuviera tratando.A mí me maravillaba que supiera todo y todo lo pudiera resolver, pero, claro, lo hacía cuando él quería y con quién él quería.Un día, en un impulso, me dejé llevar y me puse a cantar y bailar y la música lo atrapó. Desde ese momento, nos comunicábamos de esa forma e iniciamos un trato diferente que llevó a consolidar un vínculo muy fuerte. Demasiado, tal vez.Yo le cantaba adivinanzas que él respondía o refranes, que completaba; pero esto no alcanzaba, yo sabía que había aún mucho por trabajar. Por entonces, había hecho amistad con la maestra de Matemática, una persona a quién también le interesaba mucho el recorrido escolar de Javier; ella me propuso explicarme aquellos temas que yo no comprendía para que luego pudiera ofrecérselos a Javi en situaciones problemáticas. Es que, aquello que a él tanto le gustaba, ¡era mi punto débil!El automovilismo fue el recurso elegido como vehículo de los contenidos, ya que era su gran pasión. En el patio, dibujaba sobre las baldosas las pistas y le planteaba todas las situaciones que podía sobre distancia, velocidad, tiempo. El disfrutaba y resolvía, comunicándome las conclusiones como un relator de carreras. Las posibilidades se me estaban agotando cuando Agustín, un compañero, tomó una mañana la bicicleta y se puso a dar vueltas por el patio, hasta que lo atrapó el portero. Ahí le dije que trajera la suya para comparar los resultados antes obtenidos.“Oh, Carmen” – me decía- “usted tiene la mente volando por el espacio”, cuando se daba cuenta que yo no podía llegar a los resultados que él llegaba.Una tarde, estábamos los dos trabajando en el fondo del salón, repasando unas preguntas que la maestra de Ciencias Sociales, a quien Javier llamaba “la historia continúa”, nos había dado para preparar una clase especial. En el frente, tres chicas se defendían con una lección sobre los indígenas; cuando la docente les preguntó la diferencia entre nómades y sedentarios, ellas no supieron qué responder. Javier, sin levantar la vista ni dejar de escribir, gritó: “Oh! chicas! ¡Cómo no saben! Los nómades son… y los sedentarios son…” en una perorata que nunca terminaba.A sus compañeros estos exabruptos no los conmovían, pero a mí no dejaba de asombrarme. Me acuerdo cuando un alumno de Polimodal, que funcionaba en el mismo edificio, salió una mañana de su aula, desesperado, buscando respuestas sobre las Olimpíadas de Seul. Ninguna de las docentes que estábamos en ese momento en la galería le pudimos responder pero Javier, que pasaba justo por ahí, me dijo: “Oh!, Carmen ¿cómo no sabes tú?”, a continuación le dio al otro chico una serie de datos. Yo, en mi ignorancia del tema, acoté: “¿Será cierto?” y él, sin mirarme me respondió: “Oh! Carmen, ¿por qué no creerme?”Tres años y medio más fue el tiempo que compartimos los chicos integrados y yo, en esa escuela de pueblo. Tres años y medio estuve viajando todos los días, saliendo a la ruta a hacer dedo de ida y de vuelta, con sol, con lluvia, con frío, sola o en grupo.Por fin salió la oportunidad de trabajar aquí, donde vivo, y me vine.Fue demasiado abrupto, de una tarde a la mañana siguiente y Javi creyó que me había muerto.En realidad no lo vi más, hoy nos mandamos saludos con las docentes que siguen viajando, pero vernos no nos vimos más.Llevó un tiempo para que aceptara que yo aún vivía, la madre, para ayudarlo le sugirió que me escribiese una carta. Me contaban luego que se quedó tranquilo sólo cuando pudo comparar la letra de la que le mandé en respuesta con los escritos que había en sus carpetas.La carta la tengo pegada en la puerta del placar, me acompaña cada mañana. Todavía me sigo preguntando qué fue lo que hizo tan especial nuestro vínculo.
En el año 2003 sale un cargo de Maestra Integradora en la Escuela Primaria de un pequeño pueblo a 50Km del mío, en medio de la Pampa Deprimida del Salado. Era la oportunidad que esperaba pues aunque debía viajar todos los días, no había tenido hasta el momento más que pequeñas suplencias; de modo que lo tomé y conservé por tres años consecutivos.Encontré una matrícula de doce niños, distribuidos entre 1º y 6º año, de quienes poco y nada se sabía pues la atención anterior a mí había sido esporádica o nula.Todo parecía poder desenvolverse según lo aprendido, sin embargo, un alumno de 5º año me puso enfrente del primer gran desafío de mi carrera. Javi, sufría una patología conocida como el “Mal de Asperger”, una variedad de autismo caracterizada fundamentalmente porque quien la padece desarrolla un nivel intelectual superior al normal. ¿Qué sabía yo, casi recién recibida, para acompañar a este niño en su proceso de aprendizaje?De los libros, saqué información sobre la enfermedad, pues necesitaba saber cuestiones específicas; nada había aportado la escuela a su legajo, solo había allí un informe, muy completo, del Jardín de Infantes, pero habían pasado varios años…Sus docentes me ofrecieron algunos datos sobre su comportamiento en clase, que pronto pude comprobar, escribía largas frases sin separar las palabras, aunque totalmente coherentes y pertinentes; codificaba los resultados de cuentas y ejercicios de modo que sólo él podía saber lo que allí decía. Como tenía una extrema facilidad para resolver problemas, la maestra de matemáticas, a quien Javier apodaba “ +-1”, lo tenía resolviendo acertijos y descifrando más y más códigos.Al principio nuestra relación fue algo fría, no tanto por su dificultad para abrirse, sino porque yo no sabía cómo acercarme. En el aula, Javi se mantenía sentado por intervalos cortos, siempre mirando hacia abajo pero con una especie de atención flotante que le permitía entrar a la clase cuando él lo quería. Cuando deambulaba, hablaba en voz alta y, de la misma forma, interrumpía a los otros para dar la respuesta correcta o acotar algo sobre lo que se estuviera tratando.A mí me maravillaba que supiera todo y todo lo pudiera resolver, pero, claro, lo hacía cuando él quería y con quién él quería.Un día, en un impulso, me dejé llevar y me puse a cantar y bailar y la música lo atrapó. Desde ese momento, nos comunicábamos de esa forma e iniciamos un trato diferente que llevó a consolidar un vínculo muy fuerte. Demasiado, tal vez.Yo le cantaba adivinanzas que él respondía o refranes, que completaba; pero esto no alcanzaba, yo sabía que había aún mucho por trabajar. Por entonces, había hecho amistad con la maestra de Matemática, una persona a quién también le interesaba mucho el recorrido escolar de Javier; ella me propuso explicarme aquellos temas que yo no comprendía para que luego pudiera ofrecérselos a Javi en situaciones problemáticas. Es que, aquello que a él tanto le gustaba, ¡era mi punto débil!El automovilismo fue el recurso elegido como vehículo de los contenidos, ya que era su gran pasión. En el patio, dibujaba sobre las baldosas las pistas y le planteaba todas las situaciones que podía sobre distancia, velocidad, tiempo. El disfrutaba y resolvía, comunicándome las conclusiones como un relator de carreras. Las posibilidades se me estaban agotando cuando Agustín, un compañero, tomó una mañana la bicicleta y se puso a dar vueltas por el patio, hasta que lo atrapó el portero. Ahí le dije que trajera la suya para comparar los resultados antes obtenidos.“Oh, Carmen” – me decía- “usted tiene la mente volando por el espacio”, cuando se daba cuenta que yo no podía llegar a los resultados que él llegaba.Una tarde, estábamos los dos trabajando en el fondo del salón, repasando unas preguntas que la maestra de Ciencias Sociales, a quien Javier llamaba “la historia continúa”, nos había dado para preparar una clase especial. En el frente, tres chicas se defendían con una lección sobre los indígenas; cuando la docente les preguntó la diferencia entre nómades y sedentarios, ellas no supieron qué responder. Javier, sin levantar la vista ni dejar de escribir, gritó: “Oh! chicas! ¡Cómo no saben! Los nómades son… y los sedentarios son…” en una perorata que nunca terminaba.A sus compañeros estos exabruptos no los conmovían, pero a mí no dejaba de asombrarme. Me acuerdo cuando un alumno de Polimodal, que funcionaba en el mismo edificio, salió una mañana de su aula, desesperado, buscando respuestas sobre las Olimpíadas de Seul. Ninguna de las docentes que estábamos en ese momento en la galería le pudimos responder pero Javier, que pasaba justo por ahí, me dijo: “Oh!, Carmen ¿cómo no sabes tú?”, a continuación le dio al otro chico una serie de datos. Yo, en mi ignorancia del tema, acoté: “¿Será cierto?” y él, sin mirarme me respondió: “Oh! Carmen, ¿por qué no creerme?”Tres años y medio más fue el tiempo que compartimos los chicos integrados y yo, en esa escuela de pueblo. Tres años y medio estuve viajando todos los días, saliendo a la ruta a hacer dedo de ida y de vuelta, con sol, con lluvia, con frío, sola o en grupo.Por fin salió la oportunidad de trabajar aquí, donde vivo, y me vine.Fue demasiado abrupto, de una tarde a la mañana siguiente y Javi creyó que me había muerto.En realidad no lo vi más, hoy nos mandamos saludos con las docentes que siguen viajando, pero vernos no nos vimos más.Llevó un tiempo para que aceptara que yo aún vivía, la madre, para ayudarlo le sugirió que me escribiese una carta. Me contaban luego que se quedó tranquilo sólo cuando pudo comparar la letra de la que le mandé en respuesta con los escritos que había en sus carpetas.La carta la tengo pegada en la puerta del placar, me acompaña cada mañana. Todavía me sigo preguntando qué fue lo que hizo tan especial nuestro vínculo.
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